FLOR DEL FANGO (1898)
Esta es una
novela de las maestras como muy bien
lo dijo el señor Henríquez Ureña.
EL SACERDOTE NO ES UN HOMBRE
(Fragmento)
La campana de la torre sonaba entonces; era
el alba; devoraba la plegaria, como si temiese profanarla, murmurándola, con
esos labios mancillados de tantos besos impuros al fantasma del pecado.
Enflaquecía por instantes; se hacía enfermo;
la vieja mujer que lo cuidaba se alarmó por su salud; ni comía, ni bebía, ni
había vuelto a preguntarle qué nueva zagaleja fácil había en el lugar; en las
noches, lo oía pasearse agitado por su habitación, hasta clarear el día; y
cuando venía a llamarlo, lo hallaba echado sobre un sofá, intacto el vestido;
las huellas del dolor y del insomnio en la faz.
Así se acercaba al altar, con la cabeza
baja como si tuviese vergüenza; hosco, como si un despecho inmenso le royese el
corazón; era el remordimiento de sus noches pecaminosas, de su cópula estéril con
una sombra.
En el templo, su exaltación mística se hacía
carnal; cuando en la tarde, a la luz del crepúsculo dorado, entonaba la Salve, rodeado de niños, puros como
pétalos de azucenas, el espanto de su visión volvía a su mente; brotaban en
torno suyo, como en una floración monstruosa de sangre y de placer, las rosas
ardientes del jardín de su concupiscencia.
Era el cáliz del deseo, repleto con la
sangre del sacrificio; y se cubría el rostro con las manos y cerraba los ojos fingiendo
orar.
Del fondo de sus visiones surgía ella,
desnuda, blanca, lasciva, tentadora, ondulante, como la Salomé de Gustav Moreau,
con los ojos medio entornados, la mano en los senos llamándolo al amor, en
aquella decoración de infierno, cual si le anunciase placeres infinitos,
condenaciones irremediables; y ascendía así, entre los colores vibrantes y las
voces alegres de los niños, que clamaban ¡Salve! ¡Salve!, en uno como himno
rojo a su belleza, un cantico triunfal, una apoteosis sonora de sus carnes; y,
aquella flor de la concupiscencia, se perdía entre las nubes del incienso, como
si se hundiese en el foco del sol, entre las claridades ígneas y los ecos
místicos del templo.
Otro día, con las palideces de una mañana
invernal, cuando todo era blanco en el santuario, blanca la luz que a través de
los vidrios penetraba, blancos los velos del altar, blanco el traje de la
virgen, blancas las flores del campo, que en muda adoración abrían sus cálices,
blancas las vestiduras que él tenía celebrando la fiesta de una santa virgen; en
el momento solemne en que alzaba la hostia consagrada, palideció temblando; enrojeció
luego; giró la vista a todos lados como pidiendo auxilio; después tragó la
hostia con apetito animal; apoyó la cabeza sobre el altar y quedó como
anonadado, en oración penosa. Era en aquel instante supremo, cuando invocaba su
Dios para hacerlo descender al Pan Eucarístico, entre las nubes de incienso y
las blancuras inmaculadas del altar; de entre el circulo níveo de la hostia,
como emergiendo del cáliz de un lirio blanco, había surgido ella, la pertinaz
visión, tendiéndole los brazos y los labios.
Y, había vacilado primero; y después, había
ido hacia ella, devorándola así, en este beso sacrílego y brutal, en esta
comunión nefaria de la carne; en este deliquio inmenso de su amor… después, la
visión se hizo continua: el sacrilegio fue custodiado; era una especie de misa
negra, misa sádica, la que celebraba él, en estas nupcias diarias con su
Quimera; y en las tardes, sentado en el corredor que daba a la playa con el
Breviario en la mano, pasaba horas enteras con la vista como anclada, fija en
la casa de la escuela, hasta que el toque de Ángelus le ordenaba entrar, cuando ya la sombra, como amiga
cariñosa, descendía, trayendo la paz y el silencio a la llanura inmensa; otras
veces, tenía hoscas insurrecciones de conciencia; ¿por qué no soy un hombre? se
preguntaba; ¿es justa esta ley que me prohíbe el amor del cuerpo y el del alma?
¿Por qué condenarme a la castidad de los actos y a la esterilidad de los
afectos? ¿Por qué teniendo sexo y corazón, le dicen a mi alma y a mi cuerpo: no
amarás? ¡Oh mutilación! ¡Oh soledad! ¿Por qué si sois el bien, no sois la paz? ¡Oh
fe! ¿Por qué no llenáis este vacío? ¡Oh religión! ¿Por qué, si sois nuestra
blanca desposada, no matáis las tentaciones de la carne?
Comprendiendo que blasfemaba, se callaba
entonces; ¿qué sería yo sin la iglesia? se decía: un sirviente; acaso un
criminal o un mendigo; sí, pero el sirviente, el mendigo, el criminal, son
hombres; el sacerdote, no.
Con la cabeza entre las manos, perseguido
por sus pensamientos, se le veía a veces estallar en sollozos y caer
desfallecido por la lucha.
–Señor, Señor, –decía mirando al Cristo–, ¿por
qué no me salvas?
¡Oh Cristo! ¡Oh mi Cristo! exclamaba con la
desesperación del Fausto de Marlowe; no conociste los tormentos del amor; dicen
que tú no sentiste las tentaciones de la carne; y, abriendo su sotana, gritaba:
¿si no eres un escudo, para qué me sirves? ¡oh negra vestidura! ¿Por qué no me
purificas? Y desesperado, se arrodillaba en su reclinatorio, y posaba sobre él
la frente, intentando rezar; después, en el silencio profundo, en la soledad
inmensa de la aldea, como el gemido de una fiera moribunda, se escuchaban salir
de la casa cural, las quejas, los sollozos, los gritos de aquella alma
torturada.
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