San Pablo ha dicho: La vida sin pasión, es nada.
Y, ¿quién decirlo podría mejor, que aquel
violento apóstata, que fue la pasión misma, desencadenada sobre la tierra?
Fue a la aparición de esta pasión hecha
hombre, que los cielos cándidos del evangelio, se hicieron rojos como un cielo
del desierto.
San Pablo, fue el lobo de Jesús. Él, devoró
el rebaño que el otro apacentaba; los apriscos de oriente no le bastaron, y se volvió
hacia occidente. Harto de la devastación, cayó sobre Roma.
San Pablo y no san Pedro, debió ser el
fundador del catolicismo. Hay en él toda la osatura de un verdugo. Era un bárbaro
enfurecido, en el cual rugía el furor de todos los vencidos.
Tenía la violencia trágica de todos los apóstoles,
y era devastador como una cólera del cielo. Pero, ¿quién negaría la elocuencia
a este incendiario feroz, que es en la historia el único émulo en barbarie de
aquel terrible Umar, porque él también, prendió fuego a ese granero del
pensamiento humano que es una biblioteca?
Ese mismo gesto de salvaje, es elocuente. El
gesto de un tigre, queriendo con su garra apagar el sol.
Sin este hombre, el triunfo del
cristianismo no habría sido posible. Fue su elocuencia de rayo, la que lo fundó
sobre la tierra.
La huella que la espada de un contrario
deja en el rostro de otros hombres, la dejó impresa el rayo de Damasco, en el
rostro de Pablo. Fue, el balafré del
cielo.
San Pablo,
pertenece por todos lados a la Elocuencia definitiva; aquella que demuele y que
construye, que funda y que destruye.
El rayo que lo deslumbró en Damasco, él lo
aprisionó en sus labios, y lo soltó después sobre el mundo antiguo, para
pulverizarlo.
***
Agustín, el hijo de Mónica, fue también una
elocuencia. ¿Por qué? Porque fue también una pasión; o mejor dicho: la pasión vencida.
Este maniqueo libidinoso, fue el Rousseau de
la antigüedad, pero un Rousseau más viril, menos enfermo, encauzando su dialéctica
violenta por bien distintos y aun opuestos cauces de la del filósofo de Ginebra.
La elocuencia de Agustín, tiene su cuadro
natural en África, porque es roja como el sol del desierto, y sensual como una
noche ninivita.
Quitad a ese gran vencido la pasión religiosa
y la pasión sexual, y su elocuencia caerá por tierra, como una cúpula a la cual
arrebatasen sus pilares.
Los labios de aquel filósofo, guardan
siempre el calor del beso, y esa miel inolvidable, que no se agota jamás en los
labios donde hizo su panal, la abeja inmortal de la lujuria.
La elocuencia de este santo, es la
elocuencia del vicio, transfigurada en cólera.
***
Pablo, es el vencido altanero, que quiere
con su elocuencia, atronarse a sí mismo y a los otros, y olvidar y hacer
olvidar el rumor de otras creencias.
Agustín, es el vencido inseguro, que quiere
con su elocuencia, atronarse a sí mismo, y olvidar aquello que no puede
olvidarse.
La conversión, en Pablo, fue completa; por
eso consagró su vida, a convertir a los otros.
La conversión, en Agustín, fue incompleta,
y por eso, consumió su vida en convertirse a sí mismo, sin lograrlo por
completo.
En Pablo, murió el hombre, para dar vida al
apóstol; el sexo y el corazón, fueron siempre mudos en el hombre de Tarso.
Y el sexo y el corazón, fueron toda la
elocuencia del hombre de Hipona. Por eso Agustín es más elocuente que Pablo. La
elocuencia de Pablo, es toda del cerebro. La de Agustín, es toda del corazón. Pablo,
es el dogma que grita; Agustín, es el humano corazón que habla. Pablo, no llora
nunca; en Agustín, la fuente de las lágrimas, no se estanca jamás.
La espiral de la elocuencia, envuelve por
igual, aquella cólera y este dolor, y coloca estas dos almas, heridas por el
mismo rayo, en esa región de ceguedad, y de aquellos que han entrado en las
tinieblas por haber visto demasiada luz.
¿Habéis visto elocuencia superior, a la de
aquellos dos pindáridas de la pasión, que saltaron por sobre el pavés de la
vieja Roma, para salvar la libertad, y no alcanzaron sino a morir por ella?
***
Lo cierto es que estos dos admirables ejemplos
de elocuencia mística no estarían completos sin una muestra del éxtasis verbal
de estos dos santos.
Leamos un fragmento de la segunda epístola
de Pablo a los corintios:
Porque aunque andamos en la carne, no guerreamos
según lo que somos en la carne. Porque las armas de nuestro guerrear no son
carnales, sino poderosas por Dios para derrumbar cosas fuertemente
atrincheradas. Porque estamos derrumbando razonamientos y toda cosa encumbrada
que se levanta contra el conocimiento de Dios; y ponemos bajo cautiverio todo
pensamiento para hacerlo obediente al Cristo; y nos mantenemos listos para
infligir castigo por toda desobediencia, tan pronto como la propia obediencia
de ustedes haya sido plenamente llevada a cabo.
CORINTIOS: 10;
3–6
Ahora un fragmento
de las afamadas Confesiones del santo de Hipona.
«Entro
en el gozo de ti Señor». Mas ¿cuándo será esto? ¿Acaso cuando todos
resucitemos, bien que no todos seamos transformados?
Dije
entonces a todas las cosas que están fuera de las puertas de mi carne: «Decidme
algo de mi Dios, ya que vosotras no lo sois; decidme algo de él.» Y exclamaron
todas con grande voz: «Él nos ha hecho.» Mi pregunta era mi mirada, y su
respuesta, su apariencia.
Entonces
me dirigí a mí mismo y me dije: «¿Tú quién eres?», y respondí: «Un hombre.» He
aquí, pues, que tengo en mí prestos un cuerpo y un alma; la una, interior; el otro,
exterior. ¿Por cuál de éstos es por donde debí yo buscar a mi Dios, a quien ya
había buscado por los cuerpos desde la tierra al cielo, hasta donde pude enviar
los mensajeros rayos de mis ojos?
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