sábado, 28 de marzo de 2015

FLOR DEL FANGO: VARGAS VILA Y LA NOVELA RELIGIOSA


FLOR DEL FANGO (1898)

Esta es una novela de las maestras como muy bien lo dijo el señor Henríquez Ureña.

EL SACERDOTE NO ES UN HOMBRE
 (Fragmento)

    La campana de la torre sonaba entonces; era el alba; devoraba la plegaria, como si temiese profanarla, murmurándola, con esos labios mancillados de tantos besos impuros al fantasma del pecado.
    Enflaquecía por instantes; se hacía enfermo; la vieja mujer que lo cuidaba se alarmó por su salud; ni comía, ni bebía, ni había vuelto a preguntarle qué nueva zagaleja fácil había en el lugar; en las noches, lo oía pasearse agitado por su habitación, hasta clarear el día; y cuando venía a llamarlo, lo hallaba echado sobre un sofá, intacto el vestido; las huellas del dolor y del insomnio en la faz.
    Así se acercaba al altar, con la cabeza baja como si tuviese vergüenza; hosco, como si un despecho inmenso le royese el corazón; era el remordimiento de sus noches pecaminosas, de su cópula estéril con una sombra.
    En el templo, su exaltación mística se hacía carnal; cuando en la tarde, a la luz del crepúsculo dorado, entonaba la Salve, rodeado de niños, puros como pétalos de azucenas, el espanto de su visión volvía a su mente; brotaban en torno suyo, como en una floración monstruosa de sangre y de placer, las rosas ardientes del jardín de su concupiscencia.
    Era el cáliz del deseo, repleto con la sangre del sacrificio; y se cubría el rostro con las manos y cerraba los ojos fingiendo orar.
    Del fondo de sus visiones surgía ella, desnuda, blanca, lasciva, tentadora, ondulante, como la Salomé de Gustav Moreau, con los ojos medio entornados, la mano en los senos llamándolo al amor, en aquella decoración de infierno, cual si le anunciase placeres infinitos, condenaciones irremediables; y ascendía así, entre los colores vibrantes y las voces alegres de los niños, que clamaban ¡Salve! ¡Salve!, en uno como himno rojo a su belleza, un cantico triunfal, una apoteosis sonora de sus carnes; y, aquella flor de la concupiscencia, se perdía entre las nubes del incienso, como si se hundiese en el foco del sol, entre las claridades ígneas y los ecos místicos del templo.
    Otro día, con las palideces de una mañana invernal, cuando todo era blanco en el santuario, blanca la luz que a través de los vidrios penetraba, blancos los velos del altar, blanco el traje de la virgen, blancas las flores del campo, que en muda adoración abrían sus cálices, blancas las vestiduras que él tenía celebrando la fiesta de una santa virgen; en el momento solemne en que alzaba la hostia consagrada, palideció temblando; enrojeció luego; giró la vista a todos lados como pidiendo auxilio; después tragó la hostia con apetito animal; apoyó la cabeza sobre el altar y quedó como anonadado, en oración penosa. Era en aquel instante supremo, cuando invocaba su Dios para hacerlo descender al Pan Eucarístico, entre las nubes de incienso y las blancuras inmaculadas del altar; de entre el circulo níveo de la hostia, como emergiendo del cáliz de un lirio blanco, había surgido ella, la pertinaz visión, tendiéndole los brazos y los labios.
    Y, había vacilado primero; y después, había ido hacia ella, devorándola así,  en este beso sacrílego y brutal, en esta comunión nefaria de la carne; en este deliquio inmenso de su amor… después, la visión se hizo continua: el sacrilegio fue custodiado; era una especie de misa negra, misa sádica, la que celebraba él, en estas nupcias diarias con su Quimera; y en las tardes, sentado en el corredor que daba a la playa con el Breviario en la mano, pasaba horas enteras con la vista como anclada, fija en la casa de la escuela, hasta que el toque de Ángelus le ordenaba entrar, cuando ya la sombra, como amiga cariñosa, descendía, trayendo la paz y el silencio a la llanura inmensa; otras veces, tenía hoscas insurrecciones de conciencia; ¿por qué no soy un hombre? se preguntaba; ¿es justa esta ley que me prohíbe el amor del cuerpo y el del alma? ¿Por qué condenarme a la castidad de los actos y a la esterilidad de los afectos? ¿Por qué teniendo sexo y corazón, le dicen a mi alma y a mi cuerpo: no amarás? ¡Oh mutilación! ¡Oh soledad! ¿Por qué si sois el bien, no sois la paz? ¡Oh fe! ¿Por qué no llenáis este vacío? ¡Oh religión! ¿Por qué, si sois nuestra blanca desposada, no matáis las tentaciones de la carne?
    Comprendiendo que blasfemaba, se callaba entonces; ¿qué sería yo sin la iglesia? se decía: un sirviente; acaso un criminal o un mendigo; sí, pero el sirviente, el mendigo, el criminal, son hombres; el sacerdote, no.
    Con la cabeza entre las manos, perseguido por sus pensamientos, se le veía a veces estallar en sollozos y caer desfallecido por la lucha.
    –Señor, Señor, –decía mirando al Cristo–, ¿por qué no me salvas?
    ¡Oh Cristo! ¡Oh mi Cristo! exclamaba con la desesperación del Fausto de Marlowe; no conociste los tormentos del amor; dicen que tú no sentiste las tentaciones de la carne; y, abriendo su sotana, gritaba: ¿si no eres un escudo, para qué me sirves? ¡oh negra vestidura! ¿Por qué no me purificas? Y desesperado, se arrodillaba en su reclinatorio, y posaba sobre él la frente, intentando rezar; después, en el silencio profundo, en la soledad inmensa de la aldea, como el gemido de una fiera moribunda, se escuchaban salir de la casa cural, las quejas, los sollozos, los gritos de aquella alma torturada.