EL SIGLO DE LA LIBERTAD
fragmento
Cuando entra en la escena el siglo XIX todo
está preparado. El pueblo ha empezado a sacudir las cadenas, sabe cómo se hace
la guerra. Los criollos conocen todas las filosofías que en Europa han proclamado
los hijos de la revolución. Los derechos del hombre enseñan al individuo que
hay en él una soberanía irrevocable. El contrato social da fórmulas concretas
para hacer repúblicas. Los blancos tienen en Norteamérica su federación; los negros,
en Haití, su reino independiente. Los burgueses han hecho en Francia su república.
Por las aguas del Caribe empiezan a cruzar esas siluetas gallardas, heroicas,
de los Mirandas y los Bolívares. El cura Hidalgo da una campanada en México que
hace conmover hasta las piedras de la vieja catedral.
La América española es una emoción son
fronteras. Los ejércitos corren sin freno por todo México y Centroamérica, y
desde Venezuela hasta Chile, desde la Argentina hasta el Perú van movidos por
una palabra mágica: Libertad. Una palabra que entienden todos: los indios, los
criollos, los negros, los pobres, los ricos.
Y los pueblos pierden la cabeza, y sienten
que les brinca el corazón. La ebriedad de la victoria, el júbilo que se expresa
en esas expansiones líricas del romanticismo, hacen imposible sujetar a ningún orden
estas repúblicas que durante tres siglos han estado encogidas y humilladas. La América
es todavía, y lo será por cien años, una tupida floresta, una llanura que no ha
sentido el roce de las ruedas, donde los jinetes volarán, porque el aguardiente
les clava las espuelas, y hay un gusto espectacular por la proeza. Son cosas de
la libertad.
Desde España se ve este nuevo aspecto de
nuestra América a veces con curiosidad, a veces con horror. El viejo mundo hace
demasiado el señor, la academia, el preceptor, el importante. Al principio, Bolívar
y Miranda se pasean por las cortes de Europa arrastrando la admiración de las
gentes. Luego, ante el pródigo espectáculo de nuestras guerras civiles, se
empieza a hablar con insistencia de “los países salvajes de la América Española”.
Por último, hay un notorio deseo de meter al nuevo mundo dentro de la órbita de
la latinidad, o dentro del puño del imperialismo. Hacer una América Latina, o
una semicolonia.
Pero todas las intemperancias, locuras,
guerras, epopeyas, aventuras, novelas, poemas del siglo XIX, dejan algo
indestructible y profundo en el espíritu de estos díscolos cachorros de la América:
el amor a la libertad.
Al fondo, atrás, queda una historia
turbia, caótica, como son todas las historias verdaderas. El pueblo que la ha
hecho es un pueblo en donde hay de todo. Si fuéramos a quitarle sus manchas a
la historia de América no quedaría en nada. Porque todo eso que hay de negro en
nuestra vida es el carbón de donde brotan nuestras llamaradas. En el siglo XIX hay
más barbarie en América, si esto es posible, que en el propio siglo XVI, que
fue el de la conquista. A veces los caballos brincan entre charcos de sangre. La
guerra a muerte de Bolívar es de una ferocidad absoluta. La reconquista de
Morillo, más feroz aún.
Llegamos a la conquista de la libertad por
la violencia. Del mismo modo que ahora buscamos la justicia con pasión. Nuestro
destino, por las circunstancias en que la historia ha venido colocándonos, ha
tenido que aceptar un planeamiento dramático de la vida. Las escenas del siglo
XIX quizá no se repitan, pero hay que verlas como han sido, para sentir esa emoción
peculiar de nuestra historia que va siempre bordeando los abismos.
Un siglo que empieza en el mar Caribe con Bolívar,
y que en el mismo mar se cierra con José Martí, tiene que quedar en la historia
de la humanidad como lámpara de claridad inextinguible.
Germán Arciniegas
Pocos autores como Germán Arciniegas han
hecho tan portentosos esfuerzos para esclarecer y cimentar los valores
nacionales. Desde la publicación de su primer libro, El estudiante de la mesa redonda, en 1932, hasta la aparición de América nació entre libros, en 1997, Arciniegas
publicó prácticamente un libro por año. Su infatigable labor se reflejó, además,
en centenares de ensayos, artículos, prólogos, discursos y disertaciones académicas
y universitarias.
Arciniegas nació el 6 de diciembre de 1900
en Bogotá y murió en esta misma cuidad el 30 de noviembre de 1999. Fundo la Federación
de Estudiantes de Colombia. Se doctoró en la Escuela Nacional de Derecho. Fue representante
a la Cámara, diplomático en Gran Bretaña, Argentina, Italia, Venezuela, Israel y
la Santa Sede, y ministro de Educación. Fue director del periódico El Tiempo y
de numerosas revistas, muchas de las cuales fundó él mismo. Miembro de diversas
academias, recibió importantes premios internacionales, como el Cabot de
Estados Unidos, el Alberdi-Sarmiento de Argentina, el Hammarskjöld de Suecia,
el Madonnina de Italia y el Alfonso Reyes de México.
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